Zapatos nuevos

A medida que iban avanzando, la euforia por el nuevo envoltorio para sus pies iba desvaneciéndose, dando lugar a otras sensaciones no tan placenteras.

– Mama, me duelen los zapatos.

Su madre siguió mirando al frente, firme y determinada a llegar a su destino. El hijo le tiraba de su brazo, dificultando así su avance por aquel trazado llano, sin pérdida posible, pero a su vez de terreno desigual y cambiante.

– Mama, me duelen los zapatos.

– Te duelen los pies. Los zapatos te hacen daño en los pies.

El hijo se quedó un rato callado, cavilando sobre esa información. Cuando procesó todo el peso lingüístico de ésta, prosiguió con su causa cual manifestante frente a aquel que le priva de sus derechos.

– Mama, me duelen los… pies.

– Pues quítate los zapatos.

El niño, en vista de la escasa asistencia que le estaba siendo proporcionada, obedeciendo sin rechistar, se los quitó. Tuvo que hacerlo deprisa, pues su madre no se detuvo para esperarlo. Corrió hacia ella, ya que había abierto un buen hueco. Al alcanzarla, se dio cuenta de que se había producido otra variación sensorial. Mientras los costados de sus pies se sentían liberados y expandidos, como mucho más anchos de repente, las plantas sufrían cual devoto en penitencia.

– Mama, me estoy clavando las piedras del camino. También hay cristales. Me hacen daño.

Su madre permaneció impasible. El niño, al borde del llanto, no entendía nada. Así lo demostró con su siguiente demanda.

– Mama, llévame a coscoletas.

– Hijo, no puedo llevar el peso de las piedras, los cristales y el dolor del mundo a mis espaldas. Ni puedo ni debo.

A la soledad del camino, bien marcado por aquellos y aquellas que lo habían transitado tantas veces en el pasado, se le añadía el color del cielo. Era un color que no juzgaba, que transmitía paz al lanzarle una mirada acompañada por un suspiro dirigido hacia lo más alto. Hacía calor y no corría nada de aire. Aún así, tras uno de esos suspiros parecieron moverse las nubes.

4/8/2017

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